El año comienza con una visita a los campos de Boyacá, Colombia. Un territorio vasto que se desliza desde los picos nevados de la cordillera oriental de los Andes, hasta las riberas tropicales del río Magdalena en el centro del país. Un territorio que, por tal topografía, atestigua una vez más la culminación de aquella cadena montañosa que se trepa desde la Patagonia y que une a toda la América del Sur, para su encuentro con el trópico.
Boyacá es también un lugar que para muchos que no somos de allí, se pasa por alto, se ignora fácilmente, se da por sentado. Que se asocia rápidamente a la tranquila vida campesina, quizás más estática y aburrida, quizás menos desarrollada y excitante. Que a veces es tan solo esa tierra de donde viene algún linaje: esa abuela que nació y creció en Sogamoso, esa finca de la familia en Ráquira, esos primos lejanos que trabajan la tierra en Moniquirá. Y que mantiene su discreción por la humildad de sus habitantes, que trabajan y cuidan de su tierra en silencio, sin alardeo ni protagonismo. A quienes la vastedad y fecundidad de su terruño — quiero creer — les inmuniza ante el magnetismo de las grandes urbes de esta accidentada nación.
Pero lejos del aburrimiento, las fronteras de Boyacá delimitan un espacio alucinante, adueñado por una naturaleza diversa e imponente que ha dado forma, a su vez, a las culturas que antes y después de la conquista han tenido el privilegio de habitarla. En Boyacá, hoy parece predominar, en efecto, una cultura campesina. Una cultura de campo que es el resultado de una hibridación a la vez trágica y maravillosa: el ya sabido mestizaje que vino con el acorralamiento y adoctrinamiento de las culturas indígenas prehispánicas, y la implantación de las formas y arquitecturas europeas. Todo ello, en el escenario de los fértiles campos boyacenses, en los campos inclinados, bajos y altos, fríos y cálidos, a veces páramos, a veces nevados.
Recorrer Boyacá es ver cómo la cordillera y su descenso es ocupada por pequeñas poblaciones, inclinadas y regadas por doquier, que se dedican a la agricultura y la ganadería, para el sustento inmediato primero, para la despensa nacional después. Pueblos que tras la faena, se emborrachan, se emparejan, se desordenan, para a la mañana siguiente reordenarse y proseguir. Pueblos que empatan — pecan y rezan — , pues son devotos católicos, que bien heredaron el español temor a Dios, pero a quienes así mismo les corre sangre muisca, espiritualidades precolombinas, en las que también creen. Sincretismo religioso que deriva en la devoción a vírgenes que cubrieran con su manto a pueblos indios, como la Virgen de Monguí, o la de Chiquinquirá.
Boyacá alindera hermosos páramos — aquellos ecosistemas únicos e irrepetibles solo vistos en zonas de alta montaña de regiones tropicales — . En mi opinión, se trata de lugares que por su función ecosistémica vital de retener, almacenar y liberar agua, asumen una suerte de cualidad sacra. Una suerte de misticismo que obliga a venerarles, como hacían de antaño las culturas muiscas, como entendemos.
Los páramos son también, en este siglo, un poco desconocidos para más de uno. En la historia colombiana, seguramente no hemos sido capaces de mirar bien hacia adentro, hemos sido centralistas, enfocados en lo urbano. Hemos sido y somos, cuando menos, arribistas: siempre mirando cómo aproximarnos a lo blanco, europeo, norteamericano, al tiempo que menospreciamos nuestro propio patio, nuestras propias formas y tonalidades amorenadas. Hemos vivido en guerra desde que nos emancipamos, y los campos — páramos incluidos — han sido zonas bélicas, prohibidas para el civil incauto.
Pero ahora vemos el páramo. Lo recorremos, descubrimos y disfrutamos. Lo honramos y respetamos. Y emocionados, le veneramos aproximándonos a la deferencia indígena. El páramo y su misticismo indígena son hipsters. Nuestras empresas y marcas se llaman “Páramo”; registramos sus montañas y lagunas para que otros se enteren que allí estuvimos a través de nuestros reels; y nos tatuamos frailejones en hand-poke con artistas e ilustradores, ahora tatuadores. Y aunque ironizo un poco, verdaderamente creo que estamos en nuestro derecho de juvenilizar y hipsterizar el páramo, pues es nuestra forma de apropiarnos de nuestro territorio —o de ser apropiados por él — , de una manera posiblemente más amable que aquella (extractiva) de nuestros ascendientes industriales.
Hoy podríamos hablar de una especie de “neo-ritualismo” ejercido por jóvenes y no tan jóvenes, estimulado por la grandeza y espiritualidad natural de las montañas boyacenses y sus páramos. Formas neo-rituales que en el siglo veintiúno son resultado del accidentado devenir cultural de este país, que doscientos años después de su nacimiento oficial, todavía tiene a sus habitantes entendiendo quiénes son, de dónde vienen y de qué está hecha su tierra y su relato. Estoy yo todavía descifrando qué soy, como producto de una mezcla, oriundo de tierras que desconozco y que de a poco me conquistan. Como el páramo, del que ahora proclamo que provengo, en parte. Por eso me adhiero a la práctica neo-ritual de iniciar el nuevo ciclo de este año en la inmensidad de la montaña boyaca, como desesperado gesto de pertenecer a algo mío y nuestro. A una raíz, y sobre todo, a un horizonte común.